Por Jaume Bronchud |

El congreso fallero comenzó el mismo día que el cónclave para elegir sucesor al Papa Francisco y, probablemente, con más dudas; porque tantas veces ha ido el cántaro a la fuente, que pensamos que antes acabaría roto que llenándose de agua. ¡Pero hete aquí, ateos de lo fallero, que el congreso será! O por centrarnos en lo que desde ayer suceda con la votaciones para elegir presidencias y secretarías: el congreso es.

La necesidad de celebrarse es algo que venía reivindicándose desde hace años: la lejanía en el calendario desde el anterior solo evidenciaba que la fiesta ha evolucionado y se ha reorganizado a una velocidad vertiginosa que no se corresponde con el inmovilismo de su vigente reglamento, incapaz de cumplir por anticuado. O dicho de otra manera: la propia fiesta ha asumido que había que «saltarse el reglamento aunque fuera un poquito» porque, hasta que se cambiara nuestra «carta magna falleril», no había justificación posible para muchas cosas que ya estamos haciendo. La fiesta, desde sus colectivos, ha progresado (especialmente en estas últimas dos décadas) con un ritmo que la infraestructura política y administrativa que debe sujetarla no ha sido capaz de seguir. Pero el problema de este proceso congresual, no es que la fiesta vaya por un sitio y la ciudad por otro: me da la sensación de que el problema real es que llega tibio a su celebración. Y por aquello de lo papable del momento, me remito a la cita del Apocalipsis: «Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca». (Disculpen la ferocidad de la cita, pero es bíblica y más dura que algunas juntas casaleras de disolución).

El congreso, ahora mismo, en sus vísperas está dividido entre los que creen que no servirá de nada, apeados voluntariamente del mismo; y quienes forman parte de él, unos creyendo en su naturaleza y, otros, entrando en el intercambio de cromos que pueda suponer y los intereses creados, que lejos de ser los de los de don Jacinto Benavente, chocarán al final y una vez más con los intereses municipales (que no tienen que ser obligatoriamente los del municipio). La Fiesta se merece un reglamento a la altura de lo que pretenda ser los próximos años y, si en conjunto se hacen muy bien las cosas, de las próximas décadas: lo que las fallas quieran ser —se ha dicho muchas veces que lo que los falleros queramos y hay quien se lo ha creído— necesitan una hoja de ruta seria, razonable y que aúne los criterios de una inmensa mayoría. Para eso hay que hablar mucho, proponer y dialogar: y la manera de hacerlo es un congreso. Un congreso que debe de ser real, realista y ambicioso. Todo lo que no sea eso, será papel mojado. Los contrarios a que se celebre, lo menosprecian quitándole valor. Los que apuestan por él, tienen doble faena: construir a través del congreso y demostrar que tenía que celebrarse para construir con él. Y eso exige un grado de madurez, que el mundo fallero sí esta capacitado para alcanzar y que sería muy interesante se pusiera en práctica, sin atender a más interés que el general de la clase fallera. Lo que tenga que ser, lo dirá, como siempre, el tiempo.

Con el mayor de los respetos creo que, al final, hay más emoción en saber qué humo echa nuestra fiesta que en el Vaticano, donde, con mayor o menor celeridad, el Espíritu Santo debe actuar prontamente para que la fumata sea blanca. Aquí, las intercesiones, se manejan peor, porque representan intereses de una u otra parte sean estas las que sean. En cualquier caso, el congreso no debe ser un trámite; si no, poco favor, entre todos le estaremos haciendo a la que se supone que es nuestra fiesta.