Valencia, no es una ciudad que base cualquiera de sus organismos vitales en el turismo considerado como fuente de riqueza. Sin embargo, desde hace algún tiempo ha venido atendiendo al turista con una eficacia y una diligencia dignas de alusión, por si mismas y porque en ellas había auténtica cortesía que, en último término, es desinterés.
Ese desinterés ha obtenido en premio las grandes oleadas de forasteros que se entran por la ciudad de Valencia en los días de San José y anteriores.
Hogaño, como antaño, verán las rúas pletóricas de una muchedumbre que marcha de acá para allá en todas direcciones; verán los balcones sonriendo con flámulas de vivos colores traspasadas por fajos de luz; verán la humareda espesa y olorosa que expelen los grande hornillos donde nada en oleos la harina de los buñuelos; verán desfiles de hombres uniformados que producen sonidos con instrumentos musicales; verán coches con racimos de personas presididas por un estandarte como por un símbolo de victoria; verán docenas y docenas de monumentos vivazmente pintados, con figuras ya grotescas, ora severas; verán como esos monumentos se truecan a la hora del aquelarre aunque no haya tal, en piras veloces y elevadísimas, amplías y centelleantes;
verán – y sobre todo ¡oirán! La aérea teoría de las tracas, tonitruando con fuego que perfuma acremente la atmósfera….
Y esos forasteros se llevarán de la ciudad de Valencia, con beneplácito y contentamiento de todos, esa grata impresión que acoge a todo aquel que en determinado momento encuentra lo que busca.
Quizá, en virtud de ello, vuelvan a la urbe en otra fecha cualquiera no señalada con tinta de carmín en el papel de los calendarios. Y tal vez entonces conozcan lo que, en el viaje josefino inadvirtieron: el centro de la población transitado ordenadamente por unas gentes que van y vienen para quehaceres los arrabales donde zumban máquinas de fábricas y talleres; los alrededores donde se cultiva cotidianamente la tierra, porque los frutos no surgen espontáneamente; las orillas del mar que no sirven solamente para guisar arroces suculentos; el caserón donde han estudiado tantos y tantos artistas cuyos lienzos y cuyas esculturas se han desparramado por el mundo entero; la calleja donde perduran (¿hasta cuándo?) las casonas solariegas de los tiempos en los que los señores eran señores; el rincón donde florece la artesanía en reflejos de cerámica, en susurro de sedas o en fru-frú de abanicos; los monumentos que (¡esos,si!) subsisten a pesar de que en torno suyo, a lo largo de los siglos, tantas veces ha habido estrepito y hasta mortandad;
Todo, en fin, lo que constituye, con sus virtudes ( y también con sus defectos, ¿eh?), el cuerpo y el alma de la ciudad de Valencia.
Almela y Vives.